En un contexto
cultural tan institucionalizado como el actual que explícitamente demanda y
premia la creatividad artística en su vertiente más tecnológica y sintética, y
se las ingenia para conciliar la libertad individual con el pragmatismo
mercantilista en un loable esfuerzo por contribuir al progreso humano y a la
cohesión social, se juega a un juego
perverso de aparente renovación que consiste paradójicamente en alentar la
originalidad renunciando al estilo, por la conveniencia de distinguirse a
través de la recuperación de lo ya representado. Si es una redundancia afirmar
que en la sociedad de masas el artista se revela como un sujeto desyoizado,
entonces la connotación de estilo en cuanto unidad, modo inequívoco o tono
personal es a todas luces un arcaísmo y tal revelación en la búsqueda
individual de conocimiento no podría dar lugar a otras posibilidades que no
fueran una cadena de patrones asimilados que a modo de portadores de tendencias
parecen sucederse en el marco de la productividad artística. Este flaco favor a
la impostura como adhesión al monopolio de lo estético, que aspira al logro del
momento en una realidad cambiante, no hace sino penalizar la falta de
originalidad de un artista, en lo referente a su condición de ‘nuevo’, no
cuando la imitación de tipologías se hace visible en su obra, casos en los que
el arte es modelo del arte o el arte del software recurre a la
tipificación de modelos o códigos en su recreación, sino cuando en su trabajo
pueden coexistir, por ejemplo, maneras diversas que puedan hacer pensar
curiosamente en un lenguaje falto de personalidad, incoherente, ‘poco pulido’,
no aportador o incluso ‘retro’. Es por tanto responsabilidad de los espacios de
producción y difusión cultural compartir la tutela de un lenguaje automatizado,
autocomplaciente en la desafección, por ser considerado instrumentalmente
innovador o fresco, si se prefiere, en el estado del arte, aún cuando la
fórmula ya inventada, no provoque sorpresa alguna pero continúe siendo
deliberadamente funcional en su especificidad progresista. Asimismo, en el acto
de selección, cualquier variante estratégica en la disposición de un producto
en el mercado podría transfigurar, a pesar de su inmanencia, el significado del
mismo e incluso garantizar su éxito comercial si, como todo lanzamiento
calculado, siguiera un protocolo de actuación que no olvidase incluir un
etiquetado de referencias alusivas que resultaran decodificables para un ávido
consumidor, quien en último término, contribuye a garantizar su resonancia. De nuevo, los envites caprichosos de la oferta y
la demanda en el eje de un movimiento direccional impulsado por los resultados,
la competitividad, la rentabilidad y el reconocimiento social que definen
inexorablemente las relaciones de producción capitalista como valor de cambio.
En este monopolio donde se ha dado muerte al sujeto y a la representación, en
pro de un marcado interés por ‘democratizar’ el acceso y disfrute del arte por
encima de todo, los museos de arte cotizado, en su labor de fideicomisarios
culturales, tienen a bien legitimar producciones individuales como referentes
de ‘creaciones artísticas originales’ a través de la excelencia de los
maestros; aquellos que como Antonio López (Tomelloso, 1936), resistiéndose a
ser cosificados o expropiados de su impulso creativo, y guiados por una visión
cada vez más en desuso, defendieron con su forma de proceder, la libertad como
fuente máxima de creatividad y revelación. Es curioso que sólo en estos casos
significativos, el dominio de la técnica y la importancia del proceso creativo
vuelvan a cobrar relevancia como valor de uso en la industria cultural, pasando
incluso por delante del principio único de osadía y devolviendo al artista,
como virtuoso, el mérito de su maestría.
Volvamos pues
a ese espacio remoto.
Con motivo de la recién inaugurada exposición de la
obra de Antonio López en el Museo Thyssen de Madrid, el pintor Luis Gordillo
alude a una especie de inquietud constante por parte del pintor de querer
‘absolutizar el tiempo’ en su obra. Una observación que en mi opinión es muy
acertada y que se puede apreciar en sus obras más tempranas (1953-1965) donde
la revisión de la tradición artística (clasicismo griego, Cézanne, Picasso,
Dalí) es más evidente.
Sugestionado por dar luz a lo desapercibido en un
intento por acercarse a la verdad y revelar el misterio con una evocación
figurativa de corte realista, si hay algo en lo que parece que Antonio López ha
centrado su atención durante el transcurso de su actividad artística es en la
captura del tiempo como realidad independiente. Es en este encuentro del pintor
con el tiempo y la física de la luz donde se produce una alteración en el
estado natural de las cosas, confiriendo al objeto extraído de su cotidianeidad
una atmósfera imperecedera e inerte más propia del género del bodegón o de la
naturaleza muerta. Su concepción del cambio no está motivada por el movimiento
como reflejo del transcurrir del tiempo, sino contrariamente, por la quietud en
el espacio como tiempo absoluto, sin la interferencia presencial de testigos.
Es en este relacionar con el concepto bergsoniano de tiempo numerado o espacio
que la tierra ocupa en su trayectoria alrededor del sol como fase en tiempo
real, donde metafóricamente, el espectador podrá, solo a través del recorrido
por las diferentes obras del autor, yuxtaponer el espacio sin tiempo de cada
obra experimentada y vivenciar en una recomposición total, el fluir del tiempo
medible como proceso psíquico relativo para cada individuo. Por el camino de
ida y vuelta que Antonio López recorre hasta detenerse en una obra, el
espectador podrá preguntarse qué ha dejado atrás, qué ha olvidado de sus
antecesores (si ha olvidado algo) y qué puntos de vista nuevos ha aportado como
pintor realista en la historia del arte.