La muestra inaugurada en el Museo
Thyssen-Bornemisza el pasado 9 de junio en Madrid titulada “Matisse 1917-1941”
reúne 74 obras del pintor entre pinturas, esculturas, litografías y dibujos
realizados entre los años 1917 y 1941.
Ante la imposibilidad de reunir toda la obra de Matisse o al menos una retrospectiva más amplia- según afirmó el comisario de la exposición Tomás Llorens- nos encontramos ante una muestra de factura bastante homogénea y con una mayor presencia del trabajo realizado en la década de los años veinte.
Cualquier exposición sobre Matisse, considerado junto a Picasso uno de los pintores más importantes del S.XX, asegura con creces la afluencia de público. No obstante, el museo, a sabiendas de la parcialidad de la muestra, ha intentado compensar dicha carencia con un recorrido dividido en atractivos capítulos que sugieran en contraste una mayor diversidad formal, como si se tratase de una retrospectiva más completa del artista. Frente a la idea de ordenar las obras estrictamente por fechas o temática, lo que podría resultar en un caso u otro menos vistoso, las obras están organizadas sin una directriz clara: los cuadros más tempranos con escenas de interiores y exteriores, las obras más “ornamentadas” con algunos saltos cronológicos, aquellas obras donde supuestamente Matisse vuelve a incidir en el dibujo y en la esencialidad de la línea, y por último, una mezcolanza de pinturas y dibujos fechados entre 1935 y 1941-43 bajo el título “Une sonore, vaine et monotone ligne”.
Ante la imposibilidad de reunir toda la obra de Matisse o al menos una retrospectiva más amplia- según afirmó el comisario de la exposición Tomás Llorens- nos encontramos ante una muestra de factura bastante homogénea y con una mayor presencia del trabajo realizado en la década de los años veinte.
Cualquier exposición sobre Matisse, considerado junto a Picasso uno de los pintores más importantes del S.XX, asegura con creces la afluencia de público. No obstante, el museo, a sabiendas de la parcialidad de la muestra, ha intentado compensar dicha carencia con un recorrido dividido en atractivos capítulos que sugieran en contraste una mayor diversidad formal, como si se tratase de una retrospectiva más completa del artista. Frente a la idea de ordenar las obras estrictamente por fechas o temática, lo que podría resultar en un caso u otro menos vistoso, las obras están organizadas sin una directriz clara: los cuadros más tempranos con escenas de interiores y exteriores, las obras más “ornamentadas” con algunos saltos cronológicos, aquellas obras donde supuestamente Matisse vuelve a incidir en el dibujo y en la esencialidad de la línea, y por último, una mezcolanza de pinturas y dibujos fechados entre 1935 y 1941-43 bajo el título “Une sonore, vaine et monotone ligne”.
Es posible que esta habitual redefinición del trabajo por parte del pintor haya dificultado la labor del comisario de la exposición de establecer una secuencia más coherente con el conjunto y en consecuencia haya preferido dilatar estos veinticuatro años centrales de la vida del pintor como excusa para explicar toda su evolución artística, apoyándose más en los epígrafes explicativos y en los comentarios extrapolados del propio Matisse, que en las propias obras de la muestra. De este modo, existe en todo momento una necesidad por parte de la organización del museo de exaltar y dignificar esta “etapa” del pintor a través de cierta elipsis de contenido, que da lugar a cuestionar la consistencia de algunas afirmaciones, así como el logro en una recomposición visual fidedigna sobre el artista. En este sentido, Guillermo Solana, conservador del museo, con motivo de la inauguración de la exposición afirma: “en estos años centrales de su carrera, el artista ya tenía pleno dominio de sus recursos”. En contraposición, así se refería el propio Matisse en una carta dirigida a Pierre Bonnard el 13 de junio de 1940: “Me siento paralizado por no se qué de convencional que me impide expresarme como yo quiero en pintura. Mi dibujo y mi pintura se separan. [...] Encontré un dibujo que, después de estudios analíticos, tiene la espontaneidad que me descarga totalmente de lo que siento; pero este medio es exclusivamente para mí, artista y espectador. Pero un dibujo de colorista no es una pintura. Habría que hacer un equivalente en color. Es a eso a lo que aún no llego.”
La
muestra parte de 1917, año en el que Matisse conoce a Renoir y se traslada a
Niza. Se ha señalado esta fecha como el comienzo de una etapa más intimista por
abandonar el gran formato, pero en cuanto a la elección de sus temas seguirá
vinculado a la tradición pictórica; el paisajismo, el desnudo femenino, la
ventana y la mujer dormida, servirán de excusa para el estudio de la figura, no
sólo a través del dibujo sino también del color. Ya desde sus inicios con el
movimiento fauve, se reconoce en él una clara influencia de la pintura francesa
(Gros, Delacroix, Ingres, los impresionistas, los post-impresionistas, Cézanne)
en su preocupación por el color como elemento independiente de expresión, pero
ya no en un sentido efímero como en el caso de los impresionistas, sino como un
recurso de vital importancia para crear relaciones de parentesco a partir de un
criterio personal. Matisse otorga al observador actual la posibilidad de
identificarse con su trabajo y de sentirse cómodo ante una pintura apacible,
vivificada y hasta cierto punto cargada de clasicismo.
Quizás por ello, durante estos años la crítica más
vanguardista le tildó de aburguesado y de estar más acorde con el gusto oficial
tradicionalista; su pintura de carácter figurativo con tendencia a recrear un
ambiente familiar y pacífico entroncaba con otro sector de la vanguardia
europea (Picasso, Mondrian, De Chirico, Magritte, Miró...) con tendencia a
descomponer la figura en una visión aparentemente más abstracta o simbólica en
aras de un arte nuevo que emergiera en esos años convulsos de la posguerra. En
este sentido, las obras de Matisse durante este período permanecieron inmunes a
algunas corrientes próximas, como podía ser el surrealismo que comenzó en París
en 1924 con la publicación del “Manifiesto surrealista” de André Breton,
demarcándose como un pintor reconcentrado sin influencias formales pero de gran
coherencia estilística y con una prospección artística más relacionada con su
propia integridad personal que con la idea
de satisfacer cualquier otra demanda.
Cuando uno contempla el legado de Matisse con toda la información de que
dispone, ve en él a un revolucionario que simplificó la plástica a través de
sus propios recursos interpretativos, desarrollados mediante años de
observación, trabajo, espera e intuición. Lo que salta a la vista, es una
pintura expresiva fruto de un intento vital por armonizar dibujo, color y
sentimiento, como única verdad esencial. Para el público de hoy su obra posee
cualidad emotiva en competencia a algunos modos actuales de comunicación visual
donde la imagen publicitaria, la video-instalación o el arte interactivo no
hacen sino abrir brecha en un arte actual cada vez más despersonalizado.